Come Fly with Me

Recuerdo perfectamente la impresión de asombro que me produjo la imagen de Jordan la primera vez que la vi: hasta entonces, pensaba que era blanco. Tendría poco más de diez años cuando mis amigos comenzaron a nombrarlo como si fuera un primo; aunque muy posiblemente yo también trajera su nombre cada tanto, nunca lo había visto. Una tarde, mientras lanzábamos balones al aro que estaba frente a los banquitos, alguien comenzó a rodar una edición de Meridiano que contenía una foto de Jordan en el aire con las piernas abiertas. Cuando el periódico llegó a mis manos, me paralizó la imposibilidad de poner en palabras aquel principio racista. Al final del día, el ejemplar yacía doblado sobre uno de los banquitos. Corté la fotografía con las manos y me la metí en un bolsillo como si guardara un secreto. Durante años, la imagen estuvo pegada sobre un corcho en mi cuarto.

La cuarentena nos ha desplazado todavía más hacia el centro de la maquinaria del entretenimiento y la publicidad. La televisión y el internet nos hostigan con servicios, promociones y ofertas a través de las cuales pretenden seguir sacándonos los churupos mientras languidecemos al interior de nuestras casas. Por ahí leí que, respecto del año pasado, Netflix sumó trescientos millones de dólares a sus ganancias. Por supuesto, no estoy exento de aquel tipo de consumos, de modo que, apenas la famosa plataforma publicó la serie de Jordan, me tiré de cabeza. El resultado ha apuntado hacia dos direcciones: tengo ansiedad por conocer el resto de los capítulos (los sueltan de dos en dos cada semana) y se me ha acelerado una nostalgia, despojada de cualquier sentido crítico, por mis años de basquetero.

Nunca fui buen jugador, pero siempre fui alto: mi vínculo con el básquet sigue siendo involuntario. Fue un vecino, sin embargo, quien me hizo confiar en mi estatura para quitar rebotes y dar tapas. Le decíamos Nesky (nunca supe por qué), pertenecía a una generación anterior y ostentaba una pasión genuina hacia el deporte: más de una vez lo encontré a las siete de la mañana tirando balones en la cancha. Los más pequeños le profesábamos un respeto natural, reforzado por su manera efectiva de jugar basquetbol. Era estratégico, astuto y se jactaba de un flote que le permitía crear piruetas jordanianas. En términos literarios, Nesky generaba lo que generan aquellos escritores que al leerlos dan ganas de escribir.

Junto a las películas en VHS que por entonces intercambiábamos entre vecinos, circulaban Playground y Come Fly With Me, los documentales sobre Michael Jordan. Recuerdo con especial agrado cómo se iban gastando, entre idas y vueltas, las imágenes a color impresas en los empaques de cartón que cubrían las cintas. A veces nos reuníamos a verlas en grupo. Al finalizar, salíamos corriendo en dirección a la cancha, al ritmo de la famosa canción de Vanilla Ice, donde pasábamos horas narrando “en inglés” nuestros intentos por copiar las maniobras de Jordan.

En una ocasión, Nesky me reconoció, no sin estoicismo, que su tamaño –para entonces, yo ya era más alto que él– jamás le permitiría jugar en la Liga Profesional. Acaso aquello lo convenció de improvisar una escuela de básquet en el bloque en la que hacía las veces de entrenador. Nesky nos enseñó a obtener valor para jugar contra equipos de otros barrios. Las victorias se pagaban con potes de arroz chino y entradas a juegos de la Liga. Una vez nos obligó a darle la mano a cada uno de los jugadores de un equipo contra el cual habíamos perdido.

El mérito que tiene la serie es que no hay que ser fanático del básquet para disfrutar de ella. El efecto es el mismo que genera aquel documental sobre Senna que se aprecia sin haber visto una sola carrera de Fórmula 1. Es un placer volver a ver aquellas imágenes. Jordan incorporó al juego una elegancia nueva, realzando tiros, claves y hasta formas de caminar en la cancha. En algún momento en la serie, uno de los entrevistados se refiere a sus levitaciones como una especie de «poesía en movimiento».

En 1992, el país vivió un momento especial cuando el destino quiso que la Selección de Baloncesto de Venezuela, en aquel momento conformada, entre otras reliquias, por Víctor David Díaz, Carl Herrera y Gabriel Estaba, se enfrentara en la final del Preolímpico de Portland, nada menos que al Dream Team de Estados Unidos, donde jugaban, sólo por nombrar a algunos de tantos monstruos, Magic Johnson, Larry Bird y el propio Jordan. Alguien bajó un televisor a la placita. Vimos el partido sin movernos. Nunca olvidaré la imagen de los jugadores venezolanos retratándose junto a sus rivales durante los descansos: tenía doce años y el hecho provocó en mí, como no podía ser menos, una sensación que vacilaba entre cierto sentimiento de amor patrio y la admiración profunda por aquellos personajes.

Nesky se mudó y con el paso de los años mi balón se desinfló debajo de la cama. Aunque nunca hablamos, todavía aprendo de su idea fija. A veces me quedo viendo los videos que sube a Instagram, en los que muestra parte de los entrenamientos que dirige en su propia escuela de básquet en Puerto Ayacucho.

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