Paisajito sonoro

Acaso en un intento por acoplarse al por estos días tan popular género de videos de balcón, minutos después de que el presidente Alberto Fernández decretara la cuarentena, mi vecino puso a todo volumen el himno nacional argentino.

Cada vez que escucho aquellos metales se me viene a la cabeza una ocasión en la que me vi forzado a enseñar la letra del himno nacional argentino a una veintena de adolescentes chinos a quienes dictaba clases de español. Preparaban su participación en un acto conmemorativo y debían aprenderlo. Recuerdo haber sonreído ante tamaña paradoja: tocante a cuestiones migratorias, la china ha de ser la comunidad más emblemática. Nunca fue tan oportuno aquello de que “La patria es el otro”. Que los estudiantes estuvieran al tanto o no de que yo tampoco me sabía el himno era lo de menos: al tiempo que lo memorizábamos, empezábamos a disolver una de las tantas ficciones del entramado estatal.

¿Cómo transmitir fervor por tierra ajena? ¿Qué mares, qué batallas, qué nombres se evocan?

Mi vecino puso el himno a todo volumen y la calle entera estalló en un mismo jolgorio festivo. Inmediatamente después, presumiendo de su vena nostálgica, dejó sonar “Sólo le pido a Dios” y “Notti Magiche” (la canción del Mundial Italia 90). Aunque más tímidos, ambos temas también generaron sendos bullicios.

Con el paso de los días, mi vecino agarró confianza y las mismas tres canciones pasaron de sonar, ya no sólo a las nueve de la noche, hora en que se dedica, a modo de reconocimiento, una serie de aplausos a los trabajadores de la salud, sino también por las mañanas (como el despertador de un cuartel) y por las tardes (a la hora de la siesta, cuando el silencio posee mayor densidad). Mi vecino reproduce los temas desde un celular que tiene conectado al equipo de sonido, con lo cual, las canciones suelen verse interrumpidas por el tintineo del aviso de los mensajes entrantes y el repiqueteo de las teclas cuando los responde.

Han pasado nueve, diez, doce días. Ya nadie reacciona ante sus estímulos: las imposiciones generan rechazo; la nostalgia es inútil; la repetición de una ocurrencia termina por normalizarla; los nacionalismos, aun cuando apelan nada menos que a salvaguardar la humanidad, terminan por no producir ningún efecto.

Son las dos de la mañana. El bajo del equipo de mi vecino estremece los vidrios de las ventanas. No admite sentido este domingo largo.

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