Trabaja en un museo que está cerrado: las restricciones por la pandemia impiden abrir al público. Aun así, debe asistir a cumplir con tareas de forma presencial. Aunque no está vacío, el edificio permanece en silencio. A sus espaldas, tras grandes ventanales, las calles lucen desiertas. Comienza a percibir un sonido nuevo, como si alguien hubiese encendido un dispositivo en varios puntos del museo. El piso vibra y una turbulencia compuesta por pasos e interjecciones recorre pasillos y escaleras. Se yergue sobre el escritorio y ve a un guardia moverse con celeridad. Distingue sus gestos exasperados, pero no recoge ninguna de sus palabras. Lo despabila el sonido del teléfono. No sabe a quién pertenece la voz que le habla desde el otro lado. “Se murió Maradona”.
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“La cola” es un cuento de Fogwill ambientado en los funerales de Perón. Está narrado por un sociólogo que trabaja como asesor de prensa en un banco. Escudado tras una falsa credencial y una cámara de fotos, el personaje registra los hechos al tiempo que reflexiona sobre la historia política argentina. Sus consideraciones son despectivas: “Muy pocos hablan y todos lucen un aspecto agobiado que la pobre iluminación y la llovizna amplifican…”. Su propósito es hacer dinero con las fotos. Cierta insolencia lo separa de los asistentes: “¿No pueden rebelarse contra el absurdo de continuar en la cola y volver al calor de sus casas?” Teme que reconozcan sus marcas opositoras y lo señalen: “Un gorila, un gorila”. Imagina que vengan sobre su cuerpo la pérdida del líder. Comenta con un amigo: “Este velorio, comparado con el de Evita, es un fracaso total”. El amigo responde: “Es que no está Perón, y sin Perón todo fracasa”.
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Entra a un café en el que un grupo de vecinos (los ha visto antes) está reunido ante un televisor. La pantalla muestra una multitud en torno al Obelisco. En la parte inferior se lee: “Le daban cerveza para que se durmiera”. Un reportero especula sobre las causas que han provocado la muerte. Todavía falta identificar, dice, qué tipo de sustancia hay en el cuerpo. La mejor, responde uno de los vecinos. Todos en el café celebran la ocurrencia. Aunque neutralizada con velocidad e ingenio, la televisión multiplica la inquina del reportero a través de millones de pantallas. El llamado sector popular suele ser subestimado. Dicho desconocimiento es tal que, en circunstancias concretas ━los resultados de una elección━, grupos enteros pueden llegar a negar su existencia. Desde una de las ventanas del café, ve corriendo a una empleada del museo: un auto la espera a mitad de cuadra con las luces de emergencia encendidas. La empleada lleva las manos aferradas a su cartera. La secuencia le aviva otra idéntica en la que militares, empresarios y periodistas huyen de Miraflores en abril de 2002 luego de que miles de manifestantes rodean el Palacio Presidencial. En el café, el televisor muestra imágenes del comienzo de un partido de la Champions. Un nuevo titular atraviesa la pantalla: “Claudia no deja entrar a Rocío”. Antes del silbato inicial, el réferi ofrece un minuto de silencio. Los vecinos se suman respetuosamente a los honores.
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Busca su ejemplar de Yo soy el Diego de la gente. Se detiene ante el sticker de Boards, la tienda del Sambil donde lo compra a principios de los 2000. Lo abre en la primera página. El libro está dedicado a Fidel Castro y Carlos Menem.
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Hay un fragmento en El entierro de Cortijo que dice: “El movimiento de hombros es el signo más personal de este luto desaforado. Hay algo subterráneamente atávico en ese alboroto de hombros que sabe a negros y sabrosura de barrio. ¿Hay narcisismo? Pues, claro que sí. En todo dolor comunitario hay una pizca de narcisismo: si no lo creen, pregúntenle a la tragedia griega o a la rasgadura de vestidos bíblica o al planto medieval. Nada de compostura y sufrimiento interior…”.
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Recuerda a un sujeto a quien muchas veces ha escuchado hablar pestes de Maradona. Entra a su cuenta de Instagram y advierte que ha subido una historia homenajeando al futbolista. Le da like.
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Recibe una llamada de Victoria de Stéfano. “¿Cómo está eso por allá?” Cuando los han escuchado hablar, la nieta de la novelista y sus amigas se burlan de la imagen que componen: “Parecen dos viejos chismosos”. Imagina que visita con Victoria el altar que un grupo de fanáticos improvisa en la entrada de La Bombonera. La calle está llena de carteles, flores y velas encendidas. Aun al aire libre, sobresalen suspiros y sollozos. En su imaginación, Victoria se detiene ante tamaña quietud. El luto colectivo no puede resultar sino inquietante: la plebe callada genera zozobra. Victoria invoca a Harpócrates. El lenguaje es insuficiente: la muerte sigue siendo el gran secreto. “¿Qué podemos hacer además de silencio?”
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Por entonces, escucha con insistencia un disco de Misha Panfilov que se llama Days As Echoes. Le gusta su título como inventario de aquel tiempo leve y anodino. Se trata de melodías ligeras y repetitivas, compuestas por una única frase que se separa y se encuentra, se desfasa y se sincroniza e insiste a modo de muletilla hasta dañar su relación con lo real. Piensa que así, como armonías etéreas y redundantes, se han esfumado los días de aquel año. La realidad se ha bifurcado: en uno de sus costados, suceden las cosas; contra el otro, rebotan sus ecos.