El 4/20 lo celebré con una larga y divertida videollamada entre amigos. Uno de ellos estaba muy triste: se está quedando calvo. El problema no era tanto que se le estuviera cayendo el pelo, como que se negara a aceptarlo. Nos confesó que había iniciado un tratamiento capilar. Después de pensarlo mucho, dijo, opté por hacerme un trasplante. A fin de injertárselo en zonas despobladas, le extrajeron pelo de los lados y la parte posterior de la cabeza. El proceso comprendía varias sesiones. El paciente debía volver a casa con parte del cuero cabelludo marcada con cientos de pequeños orificios. Mi buen amigo había tenido la mala suerte de que declararan la cuarentena el mismo día que inició su tratamiento. Tuvimos que rogarle para que se quitara la gorra y nos mostrara la cabeza. Cuando lo hizo, convinimos un nuevo sobrenombre: “Salerito”.
La nuestra es siempre la risa de un grupo, dice Baudelaire en su ensayo sobre lo cómico, donde también señala que la función de la risa es integrar. En el teatro, la risa se multiplica a razón de la cantidad de espectadores que ocupan la sala. Aunque en más de un sentido sigue siendo colectiva, la risa durante la pandemia contradice su inherencia natural a la alegría. ¿A qué se debe, al decir deforme del título de Fogwill, la larga risa de todos estos días? Acaso se trate de un síntoma ante la imposibilidad de enunciar formas que durante este tiempo ha adoptado nuestro entorno: los fenómenos más cómicos suelen ser los más serios. Parece que pasamos a encarnar aquellos comediantes que, en medio de sus actuaciones, no pueden contener la risa y son espectadores de su propia interpretación.
Después de la Segunda Guerra Mundial, la ausencia de sentido oscureció por completo el corazón de muchos escritores. Beckett se había esforzado en representar en clave realista el mundo que lo rodeaba. Una noche de tormenta frente al mar, tuvo una revelación que lo hizo comprender que su propósito como escritor era sumergirse en las tinieblas del universo interno. Nunca quedó claro qué tipo de mensaje recibió, no obstante, quedó registrado en uno de los actos de La última cinta de Krapp: “Veía claro, en fin, que la oscuridad que yo siempre había luchado encarnizadamente por ocultar es, en realidad, mi más…”. Una epifanía cambió para siempre la dirección de su escritura. La risa su posibilidad ante el sinsentido.
Aunque la confusión general ha mermado, durante los primeros días de la cuarentena no dejaba de escuchar que el encierro nos estaba enloqueciendo. Expresión frecuente en pacientes psiquiátricos, esta risa, por suerte, todavía no es de loco. Me pregunto cómo interpretarla puertas adentro (ante el video de los ghaneses, por ejemplo) más que como inversión del sentido común: en la calle, fruncido el ceño sobre el tapabocas, esquivamos el contacto y la mirada.
En su célebre entrevista, Mónica Maristain quiso saber si Bolaño en algún momento creyó que iba a enloquecer. El escritor chileno le dijo: “Por supuesto, pero siempre me salvó el sentido del humor”.
Acaso por temor a que derive en tos seca, hoy reímos menos de los otros que de nuestra fragilidad. ¿Existe una manera más evidente de revelar inquietud que a través de una risa nerviosa?