Veinte años después, una mujer en silla de ruedas recuerda lo que vivió durante El Caracazo: una vecina que cargaba dos bolsas de hielo (“¿Hielo para qué?”); una anciana que alzaba una nevera; un hombre que intentaba calmar un grupo que saqueaba un negocio. En su narración resuenan los ecos de una muchedumbre desesperada. La mujer contiene el llanto al tiempo que evoca las balas que mataron a su esposo. El relato se llama “Disfraz de zombie” y exhibe una marca central en este libro: las formas sutiles de insinuar el “estado de ánimo” de una época.
Son dieciocho cuentos brevísimos, ninguno alcanza las dos cuartillas. Aunque la mayoría responde a temporalidades lineales, muchos están construidos a partir de fragmentos. Para señalar transcisiones, se acude a recursos como la cursiva, el trío de asteriscos entre párrafos, la elipsis e incluso el delirio propio del mundo onírico.
El lenguaje es diáfano y con muy poco consigue registrar la intimidad. Se halla una conducción reflexiva de la narración, esto es, las voces poseen conciencia de lo contado y sus formas; algunas llegan a cuestionar, de hecho, la naturaleza e imposibilidad de la escritura.
Los cuentos transitan el sendero de la tradición realista, sin embargo, cada desenlace obliga al lector a volver al nudo donde parecen resolverse, como si “la salida” del relato estuviese oculta entre dos o tres líneas que se han dejado atrás. Dicho efecto es de incertidumbre: los esclarecimientos están levemente sugeridos y se hallan a medio camino entre la resolución fantástica y una especie de determinación metafísica (un narrador cuenta desde la muerte; otro, anuncia en la primera línea que él mismo es un fantasma).
El libro puede abordarse como una colección de instantáneas, no sólo por la brevedad de los relatos, sino también por las imágenes estáticas que estos proyectan; es como si el oficio fotográfico constituyera una inquietud que pretende liquidarse en la prosa.
La mayoría de las historias giran en torno a cierto estremecimiento de soledad o a la forma que toma el amor en medio de una crisis; todas son referidas por hombres meditabundos y solitarios, detenidos ante un abismo y sostenidos por la misma paradoja: el amor de una mujer como la causa de su ruina y al mismo tiempo su posible salvación.
La temática social serpentea. En “Coleccionista de ventanas”, un importante mandatario en el ocaso de los años 90 enuncia una frase que plasma una apatía ante el razonamiento político afín a la época.
Es recurrente el símbolo urbano, además de la violencia figurada en sonidos de disparos. El efecto final reenvía a lo sonoro: aunque la imagen de Caracas está formulada desde distintas épocas ―finales de los 60, finales de los 80 y “la actualidad”―, sus representaciones comparten un mismo fondo de ráfagas y detonaciones.