De perlas y cicatrices

La de perlas fue la primera gran extracción de un recurso natural en América. Dice Enrique Otte en Las perlas del Caribe: “La pesquería de madreperlas generó a España el equivalente a todo el oro del Perú”. Por su temprana catástrofe ecológica, su tamaño reducido y sus especies valiosas y abundantes, Cubagua es en toda su magnitud una muestra distintiva de extinciones.

La novela de Enrique Bernardo Núñez superpone esta problemática con otras generadas por la industria petrolera emergente en Venezuela a principios del siglo XX. Un primer acercamiento al texto supone el efecto de haber ingresado a un mundo poblado de fantasmas; en entradas sucesivas, sin embargo, la impresión renueva: Núñez imputa el auge del llamado progreso, no sólo señalando cambios importantes a nivel ambiental o poniendo en evidencia la imposición de trabajos forzados a comunidades expuestas, sino a partir de la observación de lo que la percepción lineal de la historiografía moderna desestima, esto es, la persistencia del proyecto colonial en la por entonces naciente industria del petróleo.

Aunque gira en torno a 1925, el “presente” en la novela aparece asediado por presencias inmateriales que surgen del pasado (Cubagua fue fundada con el nombre de Nueva Cádiz, luego del tercer viaje de Colón, con el único fin de explotar sus bancos perlíferos). Se trata de un viraje que subvierte la historia en tanto cronología, apelando menos a una revisión, que a señalamientos de olvido u omisión. Los muertos nunca están a salvo, dice Benjamin en la sexta de sus Tesis sobre el concepto de historia, articular históricamente el pasado no tiene tanto que ver con conocerlo tal cual fue, que con apoderarse de una imagen que relampaguea en el instante de un peligro.

¿Qué imágenes relampaguean en Cubagua? ¿Cuáles son sus instantes de peligro?

Para Derrida, dicho así en el “Exordio” a sus Espectros de Marx, “ninguna justicia parece posible o pensable sin un principio de responsabilidad ante los fantasmas de los que aún no han nacido o de los que han muerto ya, víctimas o no de guerras, de violencias políticas o de otras violencias, de exterminaciones nacionalistas, racistas, colonialistas, sexistas o de otro tipo; de las opresiones del imperialismo capitalista o de cualquier forma de totalitarismo”.

A diferencia de sus contemporáneas Doña Bárbara y Las lanzas coloradas, cuyos autores absorbieron en su narrativa nociones positivistas de la historia, Cubagua asimila —ya en disputa del relato civilizador, ya a favor de la mirada subalterna— discursos diversos como el de la crónica histórica, el relato de viaje o el mito. Por eso la novela no admite una lectura en clave histórica: aun dispuesta en torno a momentos concretos, más que representados, en Cubagua los hechos aparecen cuestionados en tanto constituidos o cerrados.

Hay un párrafo que Didi-Huberman tira en el prólogo de Desconfiar de las imágenes, el libro de Farocki, en el que propone, a fin de denunciar toda la violencia que hay en el mundo, elevar el pensamiento hasta el nivel del enojo y desde allí manifestarse con toda la calma y la inteligencia posibles. Eso es lo que hace Núñez: vuelca su ingenio, “con toda la calma y la inteligencia posibles”, en las operaciones que aplica sobre el tejido temporal del texto. ¿Qué sucede? Pues que, a partir de la demanda por el lugar que mitos, leyendas y tradiciones indígenas ocupan en la producción historiográfica, el texto proyecta, entre otros, hacia debates de actualidad como la configuración colonialidad-extractivismo o el registro antropocéntrico en el que el ser humano es la única medida.

La necesidad es histórica. La dignidad es filosófica. El reconocimiento del pasado —su evocación— es inminente. Han transcurrido casi 100 años desde la publicación de Cubagua y esta sigue interviniendo en la discusión sobre la persistencia de un proyecto colonizador que ha hallado su continuidad en el de los llamados Estados nacionales.

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