Gente que no saluda

El otro día se robaron un libro en la librería en la que trabajo. Una antología de poemas de Pessoa. Bilingüe, de gran tamaño. En la portada figuraba el poeta con sus ya clásicos sombrero y anteojos. Llevaba un libro en la mano. Por su actitud apurada, parecía que acababa de robarlo. En la contratapa decía que Pessoa era “una persona muy sociable”. Lo recuerdo porque, minutos antes de que el ejemplar desapareciera, yo mismo lo había revisado y había leído esa línea. Conque muy sociable, había pensado con sorpresa. Un rato después volteé y el libro no estaba.

Conozco a una chica que quiere ser la novia en todas las bodas y el cadáver en todos los funerales. La anterior es una línea resultado de un ejercicio que una vez le escuché recomendar a Vila-Matas para aplicar cuando surge un atasco en la escritura. Consiste en responder al bloqueo sacando un libro de la biblioteca, abriéndolo y señalando al azar cualquiera de sus frases. Luego hay que copiarla en el texto que se está escribiendo. Se supone que la frase abrirá nuevas direcciones de sentido sobre lo que escribimos.

Hay personas que entran a la librería, toman un libro, lo sacuden y lo dejan en otro sitio. Por un momento pensé que eso era lo que había pasado con el de Pessoa. Pero por más que busqué, al final de la jornada su lugar continuaba vacío. Ya por curiosidad, ya por policía, le pedí a uno de los compañeros encargados de la seguridad del local que revisáramos el registro de las cámaras.

La verdad es que comencé a escribir este texto porque quería usar la frase: “Los niños alegran”. Hace tiempo viví en una casa que lindaba con un patio en el que por las tardes un grupo de niños jugaba a brincar sobre un enorme trampolín. Solía trabajar en compañía del sonido de sus gritos. A veces uno se ponía a llorar y se hacía un silencio…

Ubicamos el espacio vacío que correspondía al ejemplar robado. Fuimos hacia atrás en la grabación al doble de su velocidad con la intención de dar con la persona que lo movía de su sitio. Fue muy gracioso verme en retroceso. Mirándome a mí mismo, recordé algunas líneas de las conversaciones que había tenido mientras completaba las ventas. “Puedo hacer tres cuotas sin interés”. De pronto, el libro aparece. Detenemos la grabación y la reproducimos en su sentido y velocidad normales. En seguida notamos que una persona ronda la mesa. Se trata de una mujer con rulos. Lleva una mochila colgada en el pecho. Toma el ejemplar, lo mira, acaricia la portada, lo voltea. “Pessoa era una persona muy sociable”. Luego examina el mostrador y comprueba que no la estoy mirando. Mete el libro con enorme destreza en su mochila abierta.

Tuve un profesor que nombraba a los filósofos por sus nombres de pila. A Agamben le decía Giorgio. A Adorno le decía Teddy. 

Nunca me he enganchado con Pessoa. Creo que jamás leí completo su libro así llamado del desasosiego. Aunque suelo asentir cuando lo nombran, no me sé ninguno de sus poemas. No estoy cerrado, por supuesto, a establecer, llegado el caso, un vínculo con el poeta lusitano. Antes de robarme uno de sus libros, quiero decir, me robaría, como hice hace rato en el supermercado, dejándola en el fondo de la bolsa de tela al momento de sacar los productos en la caja para pagar, una botella de aceite de oliva.

La semana siguiente a los sucesos, el encargado de la seguridad del local me dijo que había revisado minuciosamente las grabaciones y había descubierto que, un par de horas antes de sustraer el ejemplar, la mujer de los rulos ¡había hecho una compra! Pero eso no era todo. La sujeta en cuestión había pagado con una tarjeta, es decir, teníamos la posibilidad de averiguar su nombre.

No recordaba haberla atendido. Más que por cómo se llamaba, sentí curiosidad por saber qué había comprado. Cotejé horarios y tickets y en un dos por tres di con la factura. Había comprado un cuaderno de diseño. Me la imaginé con el celular entre un hombro y la oreja, anotando la dirección de un consultorio.

La busqué en Instagram. En una foto aparecía tirada sobre la arena blanca. En otra, aparecía un gato mordiéndole una mano (llevaba las uñas pintadas de rojo). En una tercera imagen aparecía una maceta con flores de lavanda. Aquella era la única que tenía texto en la descripción: #domingo #jardinería. No parecía el perfil de una ladrona. No parecía siquiera el perfil de una mujer melancólica. Le dejé un comentario en la foto de la maceta: “No quiero rosas, con tal que haya rosas / Las quiero sólo cuando no las pueda haber / ¿Qué voy a hacer con las cosas / que cualquier mano puede coger?”

¿Teddy?

No sabía que Manduka era hijo del poeta Thiago de Mello. Son tan sencillos como geniales los versos con los que arranca su canción “De un extranjero”: “Yo no sé dónde van las calles / pero me gusta caminar…”.

El otro día fui al supermercado y delante de mí en la fila para pagar estaban dos mujeres conversando. Una tenía sendos rulos, pero me daba la espalda y no podía verle el rostro. La otra le decía el fuego dentro de mí no sale. Y la de los rulos le preguntaba ¿vos no pertenecés a ningún partido, no?

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