para mi pana Luba
Aunque nunca vivieron juntos, cuando se refiere a su papá, Luba dice que pasaba todo el día tocando la guitarra. La frase parece sacada de la canción de Los Auténticos Decadentes: “No quiero trabajar / No quiero ir a estudiar / No me quiero casar / Quiero tocar la guitarra todo el día / Y que la gente se enamore de mi voz”. Me fascinan las personas que dedican su vida a una sola actividad. ¿A qué te dedicas? A leer. A mirar por la ventana. A tocar la guitarra.
Una noche me metí un ácido con unos amigos en un local en Las Mercedes. ¿Te acuerdas, Armandito? Hay unas fotos de ese día. Nos fuimos caminando con una gente que no conocíamos hasta los campos de golf de Valle Arriba. Estaba amaneciendo y las luces delanteras de los carros disparaban aguijones dorados. La grama vibraba. Y como en una película de cine independiente (o en una carta de Pasolini), vimos clarificarse los cerros de Caracas. Alguien dijo que hacía falta una guitarra. Aquellas palabras me llegaron con la fuerza de una epifanía.
Adib Casta es un nombre primario del rock en Venezuela. En los 60 formó parte de un grupo de pop melódico que se llamó Los Claners, con quienes grabó el estimable Yeah, Yeah, Yeah. Más tarde, tras una temporada lisérgica en Estados Unidos, fundó el trío de rock psicodélico Ladies W.C., cuyo único disco se convirtió en una joya invaluable (la ponderación sobre la calidad, las ediciones del vinilo a color y el precio exagerado que las unidades poseen entre coleccionistas puede rastrearse con dos clicks en Internet).
Ese disco me aturde: acaso la búsqueda de un sonido análogo a las mezclas de las grandes bandas inglesas, hacen que mi oído desacostumbrado no pueda apreciar, por ejemplo, el brillo de resolana que contiene la guitarra. Debo reconocer que las canciones más lentas me gustan mucho. Mi favorita es The Time Of Hope Is Gone, una balada atravesada de cabo a rabo por un órgano narcótico en cuyos segundos finales brota una voz que en mi imaginación es la de Adib Casta.
La guitarra con la que se grabó ese disco fue una Gibson Les Paul Junior del 59 roja y amarilla que Luba guarda con enorme afecto en Buenos Aires. El otro día vi un video en el que, refiriéndose a aquel instrumento, PTT Lizardo decía: “Esa guitarra siempre sonó mal”. Dentro de muchos años, cuando el gobierno en Venezuela descubra el rock y alguien organice una muestra sobre la historia del género en el país, esa guitarra tiene que estar colgada en la sala dedicada a los alucinógenos.
Hay un disco de Pez que se llama Volviendo a las cavernas en cuya tapa aparece un grupo de personas desnudas atravesando un bello bosque florido. ¿Hacia dónde van? ¿De dónde vienen? ¿Regresan al lugar del cual nunca debieron haber salido? Los niños parecen felices bajo el cielo fucsia. Los acompañan un perro y un pájaro. Un hombre alza una pala, una mujer arrastra una bicicleta. Cada objeto es una continuación de sus cuerpos o inventos que estas personas han decidido conservar en su vida animal. Entre los primeros caminantes se distingue el perfil de un joven que lleva una guitarra a la espalda. Ese es Adib Casta.
En el registro que la realizadora brasileña Wilssa Esser hace sobre el músico, su hermana cuenta que este no lloró cuando nació. Me gusta pensar en un Adib Casta negado a emitir sonido: en mi cabeza, como John Francis, aquel hippie que en los 70 decidió dejar de hablar, Adib Casta elige renunciar a las palabras y pasa a comunicarse únicamente a través de dibujos, gestos, movimientos del cuerpo, escalas y acordes. No puede ser casual que en el documental tantas personas afirmen que “bailaba buenísimo”.
Sobre su muerte, alguien destaca sus últimas palabras: “Ahora sí”. Entonces, como la de un fantasma detrás de una pantalla negra, emerge la voz de Adib Casta contando cómo, durante una ocasión, al terminar de tocar, notó que la guitarra estaba llena de sangre. Esa guitarra era su cuerpo, dice una de sus ex parejas en el documental, a través de ella expresó muchas cosas que aún nos falta descifrar.
Hace años, durante unas vacaciones de invierno, me tocó dar clases de español a un grupo de adolescentes coreanos. Eran como 15. Vivían en una casa inmensa en Caballito. Me encantaba llegar y quitarme los zapatos (todos en la casa iban descalzos). A mitad de cada encuentro, la señora que los cuidaba nos interrumpía y nos ofrecía tazas con helado y platos colmados de una especie de buñuelo picante. Siempre tuve la sensación de que todas las cosas en aquella casa, incluido aquel grupo de adolescentes y su cuidadora, se alejaban unos centímetros del piso. Una tarde llegué más temprano y los encontré meditando. Parecían 15 muñecos. Aunque nunca lo hice, digamos, formalmente, a veces cuando toco la guitarra siento que medito. Suelo tocar en las mañanas, antes de irme al trabajo. Me hace sentir ligero y coreano. Ligero y coreano en el colectivo, ligero y coreano en el subte, ligero y coreano corriendo tras el 152.
Cuando Luba habla de su padre, dice que pasaba el día entero tocando la guitarra. Fue a verlo a un show cuando era niña, pero su altura no le permitió saber lo que pasó en el escenario. De la ocasión guarda menos una imagen, que una serie de punteos coléricos y extravagantes. ¿Qué mejor recuerdo de sí mismo puede esperar quien ha elegido desaparecer tras el sonido de su guitarra?
Muy lindo. No conocía al grupo argentino Pez
Tienen discos buenos (Hoy, Los orfebres, El sol detrás del sol); fueron cancelados durante un tiempo por unas denuncias. Hace mucho tiempo que no los escucho. Gracias por la lectura!
Hermoso texto. Gracias por compartir
Gracias por leerlo y comentar, qué amable <3
Me quedan dudas. Excelente relató.
Duda es otro de los nombres de la inteligencia
Muy lindo texto!
Gracias!
Para decirlo en buen porteño: ¡impecable!
No, por favor XD
Ligera y coreana leyendo este relato. Muy lindo.
Grazie <3