
La libertad no era un lugar
El libro está escrito con las cadencia y regularidad propias del mundo de la costura (representado además en varios de los cuentos). El peso está puesto en prorrogar lo anecdótico. Las historias figuran de fondo, cuando no eclipsadas. Se hallan personajes ―el casero italiano, la hija de la conserje― que generan expectativas que no se consuman: extensamente descritos, muchos son dados de baja en el camino. Con todo, algunos de los cuentos revientan hacia el final en un sorpresivo hecho fatídico (la cárcel, una muerte accidentada). Extraña y sorpresivamente, el efecto en el lector no es de aburrimiento sino de ansiedad.
Los personajes encarnan estudiantes universitarios que provienen del interior y hacen vida en la Capital. Hedonistas, ilustrados y ávidos de placer, se empeñan en llevar actitudes que los distinga existencialmente del resto. Poseen la energía de los cuerpos jóvenes y comparten el propósito de independizarse. Sus prácticas son propias del paso hacia la madurez: cada uno vuelve repetidamente sobre turbaciones, incomprensiones e inconformidades y cada uno sufre desencantos y desidias profundas.
Las mujeres aparecen enfrentadas en no pocas ocasiones al poder encarnado en un hombre (el encargado de un edificio, un novio, el fantasma del padre). Las estampas femeninas se plantan firmes ante dicha “superioridad moral”. De los cinco, el primer relato está contado en tercera persona y el último por un personaje masculino. El resto del libro es referido por la que podría ser la voz de una misma joven: en ella habita (como en sus compañeros) el mismo cansancio y la misma imposibilidad de encomendarse a creencias y compromisos.
Las historias transcurren entre límites de residencias estudiantiles y se resuelven a partir de dinámicas de convivencia exigidas en dichos lugares. Todas están cruzadas por la rabia y la tristeza que causa moverse continuamente de sitio. No hay casa: la noción de hogar se muestra como la versión profana del fuego sagrado e inextinguible que era para los griegos. Mudarse es rutina. El desarraigo refuerza sensaciones de no pertenencia. “La libertad no era un lugar”, suelta en algún momento uno de los personajes. Destaca aquella suerte de comunidad que moldean entre sí y que, además de hermética, está determinada (otra vez) por el mismo desaliento que les hace bajar la cabeza.
Los relatos suceden sobre un marco en el que procedimientos sociales, morales y familiares, además de proyectos colectivos (revoluciones a nivel político, económico, artístico), han sido descartados. Las preocupaciones son enteramente personales: goce, culto al cuerpo, bienes materiales. Resultan manifiestos los recelo y escepticismo que ha sufrido la experiencia real ante la Historia y los metarrelatos de la autoridad, la religión y la política: el control se ejerce a través de una oferta de consumo de objetos, imágenes, o simulacros que representan la posibilidad de una nueva subjetividad. Aunque la autoridad es confrontada, el careo no alcanza. El resguardo se halla en la autocomplacencia, el consumo y el ostracismo.
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