Abyecto

Los cuentos que conforman este libro están unidos por dos materias esenciales: el sexo y un retrato de Caracas propenso al signo abyecto. Son más de veinte relatos breves armados sobre escenas sin “inspiraciones” literarias ni operaciones estrambóticas. Buena parte de las historias suceden entre los confines de un hospital: aunque el narrador suele estar encarnado en la figura de un enfermero o enfermera, el punto de vista se renueva hacia un cardiólogo, un médico rural, el padre de una niña enferma, un paciente o un mendigo que pasea por los alrededores. El resultado es una suerte de coral clínica.

No hay moral. Los personajes son cínicos, negligentes, corruptos, infieles: un médico abandona a una paciente terminal para ir a tener sexo con su amante; un psiquiatra miente descaradamente en una entrevista de radio mientras la población atraviesa un desastre natural grave. Esto genera un efecto de permanencia, es decir, las historias, si bien evocan los años 80 o 90 venezolanos, pueden sostenerse en cualquier época: la mentira no incumbe tiempos concretos. Asimismo, se pone en evidencia que los hospitales no están exentos de la corruptela, la descomposición o la indolencia. Muy por el contrario, el “formato” transcribe el mismo presupuesto que las cárceles, las escuelas y los lugares de trabajo: sus dinámicas de reclusión, regulación de horarios, disciplina y sistemas jerárquicos afectan también los modos de relacionarse. Se trata de espacios de encierro determinados por condiciones de sumisión.

El autor persiste en echar mano de enumeraciones: una imagen no le alcanza, así que recurre al inventario o la lista larga. Por ejemplo: “Wiscon aparecía en cualquiera de las Asambleas que pululaban por la universidad. De estudiantes, de empleados, de profesores, de jubilados, de la tercera vía, de los mariguaneros del estadio, de los obreros sindicalizados, de los cheerleaders de Arquitectura, de las lesbianas de la Escuela de Letras, de filósofos cirróticos, de autoridades asustadas, de revolucionarios cansados, de investigadores agobiados por el silencio…”. Su propósito es acercar los hechos al lector a través de series excesivas y frases cortas de ritmo acelerado y compulsivo. Esta configuración genera multiplicidad y movimiento; no obstante, las enumeraciones redundan en imágenes repugnantes y el efecto es de asco y abyección. Por ejemplo: “Todo estaba sucio, el ruido hacía pensar en una fiesta, en una jaula de pájaros exóticos. Los papeles volaban por la calle, un tipo mugriento, con un saco a la espalda, revisaba un pipote de basura. En la acera, posado sobre un trapo rojo, un hombre sin piernas vendía relojes y radios am/fm. La gente los esquivaba con pericia de mediocampista”.

La sintaxis está colmada de cortes abruptos, así como de saltos repentinos en el registro, enunciados brevísimos y cierta dislocación en la prosa. Esto coadyuva a efectos de incomodidad y saturación y genera intranquilidad en el lector. Se trata de un modo de traducir la precariedad de la existencia humana (propia ante el fenómeno de la ciudad alienada) y los múltiples elementos que conforman el núcleo urbano: la mente fracasa al no poder reproducir lo que percibe.

Las descripciones de escenas sexuales son numerosas y franquean todo el libro. En las mismas, se halla un énfasis sobre lo olfativo: “Un pelito ensortijado asomaba entre sus nalgas. Cuando lo sacó, vio la cabeza oscurecida de su palo. El olor a tierra del jardín de su abuela, las lombrices entre los rosales”. El sexo surge como arrojo: aun atravesadas por el humor o las formas paródicas, las prácticas sexuales sostienen a los personajes.

El encanto ante la representación de la decadencia, los panoramas degradados y todo lo relativo a la imagen sórdida, responde a la sustancia de la cual se nutre el trabajo postmoderno. Jameson se refirió a “las extraordinarias superficies del paisaje urbano fotorrealista, donde incluso los automóviles destruidos brillan con una especie de resplandor alucinatorio”. Tal es el caso de estos cuentos que refieren sin sutilezas la mortadela gris del desayuno que toman los enfermos; las cucarachas inmensas en la cocina del hospital; los perros sin ojos y amputados en el sótano; el chichero que se hurga la nariz o el cadáver de un viejo que huele a caraotas podridas y yace lleno de gargajos hasta el pecho, como una catarata de leche condensada.

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