La memoria inútil

La muerte de Alejandro Rebolledo trajo una época (los años 90) sobre la cual pareciera no haber consenso. Aunque las reacciones, visibles en notas y artículos relativas al fallecimiento del autor de Pin pan pun, son desiguales, prevalece un tipo de opinión que recuerda aquellos años con ánimo gozoso y feliz. Quisiera plantear una cuestión que se halla fuera del texto y que atañe al uso diferenciado que hacemos de la memoria.

Comenzaré por algo dicho en la nota que hacen en Luster Magazine, donde se describe Pin pan pun como una novela en la que “los noventa brillan con todo su esplendor”.

La naturaleza subjetiva de la memoria la convierte en un objeto de disputa: si no hay memoria única, los sentidos del pasado son inherentes a la discusión. ¿Puede haber acuerdo en torno a épocas determinadas? Parece difícil. En primer lugar, la memoria proyecta hacia un espacio de lucha política, especialmente concebida “contra el olvido” (se recuerda para no repetir). Asimismo, la memoria es sustancial al momento de fortalecer sentidos de pertenencia a sectores y colectividades. Nuestro caso es peculiar, ya que reenvía a un tiempo provechoso para muchos, aunque adverso y nefasto para otros.

No deja de ser curioso que hoy, al tiempo que se promueve cierto culto al pasado, expresado en consumos y distribuciones de modas “retro”, nuestra “cultura de la memoria” coexista con lo breve y fugaz: privilegiamos lo inmediato sin dejar de ser nostálgicos y retrospectivos. El resultado es una tensión entre el olvido instantáneo y la presencia constante del pasado. En dicha fisura, dicho sea de paso, se halla una incapacidad, especialmente visible en generaciones más jóvenes, de conectar cierto desinterés por el pasado con fracasos en el futuro.

En Los trabajos de la memoria (2001), Elizabeth Jelin ubica el sentido del pasado directamente en el presente, aunque en función de un futuro deseado: el presente contiene al mismo tiempo la experiencia (pasado) y la expectativa (futuro). Por lo tanto, los recuerdos se modifican con el paso del tiempo: las experiencias propias absorben experiencias ajenas –muchas veces intervenidas por los así llamados discursos del poder− y hacen que nuestros recuerdos se encojan o expandan. Con la memoria nos orientamos y nos perdemos en la historia: en ella percibimos y al mismo tiempo construimos la sociedad.

En este punto se hace evidente su uso político: la exaltación y el arrebato respecto de los 90 se arma en función de denostar la coyuntura actual y dirigir la mirada a “un futuro mejor”. No niego la dureza de nuestro escenario actual; intento notar que la exacerbación del pasado impide generar reflexiones útiles.

Entonces, si toda memoria disputa su propio sentido del pasado, la omisión de sellos fundamentales (olvidar) es desestimar significados necesarios para entender el complejo entorno de aquellos años. Por lo tanto, resulta cuando menos descuidada la ilusión con la que está escrita el artículo en cuestión. Resbalamos en bucle sobre un .gif de la desmemoria.

Otro modo se halla en una nota publicada en el portal El Estímulo, en la que se habla de la actualidad como una época “en pleno revival de los noventa” y se presenta a Rebolledo como “El único finalista del premio Rómulo Gallegos que nunca se leyó Doña Bárbara” (ya Rodrigo Blanco trajo aquí hace días parte de esta trama).

Entiendo que aquel fue el eslogan que acompañó la estrategia con la que en su momento salió a la venta la novela y presumo que lo que se buscaba era mostrar cierta irreverencia por parte del autor. En cualquier caso, la frase revela un dorso de la operación que he tratado de describir antes: ya no se trata de recordar un tiempo por partes, sino directamente de desconocerlo. El gesto aspira a vaciar de sentido una tradición literaria específica, obviando lo que ya en los años 60 (e incluso antes) algunos escritores jóvenes como Oswaldo Trejo, Salvador Garmendia, Adriano González León y luego José Balza, habían buscado (con éxito, por cierto): una renovación expresiva en el campo de la narrativa que implicaba amortizar el modelo galleguiano.

El resultado es más que conocido y puede rastrearse en los programas de las Escuelas de Letras del país durante los años 70 o en aquel número dedicado a la literatura venezolana (¡de más de 600 páginas!) que editó la Revista Iberoamericana de la Universidad de Pittsburgh en el 94 en el que el apellido Gallegos brilla por su ausencia.

Contrario a lo que sugiere el eslogan, las lecturas de Rebolledo, al menos las citadas en la nota de Luster Magazine a partir de una entrevista que Vicente Lecuna le hace al autor en el 98, revelan su preferencia por las historias de tradición realista, más específicamente por las novelas del siglo XIX: “Era un lector muy clásico, nada extravagante, leía lo mismo que pudo haber leído Uslar Pietri”.

Más adelante, cuando Lecuna indaga respecto del carácter testimonial de Pin, pan, pun, Rebolledo no sólo desdeña de la vida en Caracas, sino que abre y cierra un arco que abarca la década entera y comprende −meses más, meses menos− los segundos mandatos de CAP y Caldera, es decir, Caracazo, intentonas de golpe y crisis bancaria. Dice Rebolledo: “Del 87 al 98 lo único que se respiró en Caracas fue frustración, ira, resentimiento, incapacidad. Las circunstancias macroeconómicas y políticas de entonces produjeron una energía negativa que se ensañó contra Caracas y que logró que la gente se volviera muy descreída, desencantada y amarga. Según esa energía Caracas era una ciudad que no valía la pena querer”.

No éramos felices y lo sabíamos. Animo a la distancia crítica y me sumo al desafío que plantea Elizabeth Jelin respecto de superar la compulsión a la repetición, terminar con el olvido y promover el debate y la reflexión activa sobre el pasado y su sentido para el presente/futuro.

La memoria inútil es una de las marcas que en nuestro tiempo insiste en fatal continuidad. La memoria inútil no procede: omite y reincide, excluye y reincide, descarta y reincide.

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