Ni gracias ni no

Cerrar la boca

La bolsa de tela bajo el sobaco, a modo de respuesta anticipada ante los agentes que por estos días custodian las calles, me hacía pensar en los reclusos de Tocuyito –la única cárcel que he visitado en mi vida–, quienes a fin de diferenciarse (también ante la autoridad) de aquellos que andaban metidos en problemas, se trasladaban de un lado a otro con un ejemplar de la Biblia bajo el brazo.

Unas diez personas formaban fila en la entrada del supermercado. El acceso estaba regulado por un chino que fumaba con un barbijo al cuello. Ocupé el último puesto y durante un rato me entretuve mirando cómo desde un balcón una niña lanzaba y recogía un sombrero amarrado a una cuerda.

Días antes de que decretaran la cuarentena, en aquella misma esquina me crucé con un grupo de niños que se perseguían entre sí: jugaban al Coronavirus. Si te toco, decía uno de los más grandes, te contagio. Además de la perversidad, la infancia admite la posibilidad de convertir cualquier circunstancia en un juego. Aplica para el oficio literario: en articulación con el lenguaje, el escritor juega a torcer la realidad.

Freud decía que la labor poética era continuación y sustituto de los juegos en la infancia: al crear mundos propios durante el juego, el niño se comporta como un poeta. La fantasía alcanza el resto del tejido artístico: pintores, músicos y bailarines se abstraen por igual en “mundos propios”. Las demarcaciones de la inhibición, en cualquier caso, imprecisas en la infancia, durante el encierro han terminado por disolverse: ¿cuántos videos de gente haciendo “locuras” dentro de sus casas no hemos visto una y otra vez por estos días?

Qué quilombo, me dijo el chino con su mejor acento argentino cuando llegué al primer puesto de la fila. Quise contestarle pero la frase se me quedó atorada en la garganta: llevaba el día entero sin hablar. Durante la cuarentena, la fórmula de tratamiento que uso hacia mí mismo alterna entre la primera (“Me duele la espalda”), la segunda (“Tienes que limpiar la cocina”) y la tercera persona (“Carlos se va a dormir”).

Me pregunto qué pasaría si el encierro nos dejara sin habla. Una vez vi una película en la que un personaje pasaba un tiempo encerrado en una habitación. Cuando salía, su sintaxis era coja y sus enunciados estaban llenos de sonidos sin significado. Pienso en el marinero que inspiró Robinson Crusoe, quien después de pasar años en una isla desierta se olvidó de su propio idioma. Pienso en los hijos del emperador Federico II, condenados por su propio padre a vivir enclaustrados con el fin de descubrir el “lenguaje natural” del ser humano. Al salir, sólo eran capaces de repetir la palabra que designaba el pan.

Entre los fenómenos notables ocurridos durante este tiempo destaca el del silencio. Como el dorso de una protesta cuya consigna anima a alzar la voz, hogares, calles y ciudades enteras han cerrado la boca. Desprovistos de diligencias, reuniones y mesas de bares donde caernos a gritos, hemos cedido al modo introspectivo: hablamos para apagar la voz interna. ¿Acaso nuestros pensamientos comienzan a asimilar los primeros mensajes de aquel “lenguaje natural”?

He recordado mucho la Carta a Lord Chandos, en cuyo final el poeta Hugo von Hofmannsthal, negado a seguir escribiendo, se pregunta acerca de la posibilidad de que esta lengua que nos ha sido dada, no sólo para escribir, sino también para pensar, no sea ni el inglés ni el italiano ni el español, sino una de la que no intuimos nada en lo absoluto.

Burroughs decía que la palabra era un virus que había alcanzado un estado de simbiosis estable con el huésped. Me pregunto cómo generar defensas ante la pandemia que supone el lenguaje si no es llamándose al silencio. Che, me despabiló el chino, podés entrar. Estuve a punto de preguntarle si, como Burroughs, él creía que nuestras palabras eran un virus y por lo tanto el principal impedimento para acceder al “lenguaje natural”. No pude sino entrar al supermercado aferrado a mi bolsita de tela. Sentí escalofríos cuando escuché por los parlantes de los pasillos aquella canción de Tears for Fears cuyo estribillo dice: “Grita, grita, deja que todo salga…”.

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