Desde que tengo memoria, mi tía Yesenia estuvo obsesionada con la fotografía. Precisamente, con su formato impreso. Menos que artística, su inquietud era de orden práctico: respondía al archivo o la acumulación. Con el auge de la imagen digital, a mi tía no le quedó más que guardar sus cámaras y comenzar a usar el celular; aunque siguió captando imágenes, con el tiempo aquellos registros comenzaron a marchitarse al interior de los armarios.
De sus fotos, destacaba una en particular, no tanto por lo que mostraba, sino por la polémica que causaba entre hermanas. Se trataba de una imagen en la que aparecíamos mi hermana, mi prima y yo riéndonos a carcajadas sobre una cama. Aunque notable en su momento, la foto había cobrado una importancia especial después de la muerte de mi hermana, cuando comenzó a circular a modo de recuerdo entrañable y por primera vez mis tías disputaron su autoría.
Nadie era capaz de poner en duda que la foto había sido tomada por mi tía Yesenia: todas las imágenes que registraban nuestra infancia, exhibidas por igual en portarretratos y neveras, habían sido tomadas por ella. La tesis no sólo era razonable sino que, de más está decirlo, mi tía se acoplaba por completo a aquella versión. Mi tía Yolanda, sin embargo, apelaba no sólo a su propio recuerdo, sino a un detalle en la foto que cuestionaba su procedencia.
Estoy del lado izquierdo. Debo tener unos ocho o nueve años. Tengo un corte de pelo redondo, resultado de un chantaje de mi Yaneth, quien por entonces cursa un taller de peluquería y, a cambio de un helado, me usa como conejillo de indias para practicar su “estilo Cristóbal Colón”. Llevo puesto un pijama que dice Yankees a la altura del pecho en torno a un grupo de estrellas que aluden a la bandera estadounidense. Estoy desternillado, con los ojos chinos y la boca muy abierta. Mi hermana ocupa el centro de la imagen. Si yo tengo siete u ocho años, ella ha de estar por cumplir tres. Su expresión es dulce y risueña y también la más genuina del conjunto. Lleva colgado un chupón con un modelo de cadena de plástico en boga por entonces. Sus dedos y bracitos descubiertos conservan cierta contextura esponjosa próxima a los bebés. Al lado de mi hermana se halla mi prima con la misma actitud divertida. Recuerdo las estampas de hojas blancas del short verde que mi prima lleva puesto: por aquellos años, suelo usar uno idéntico (aunque azul). Detrás nuestro se distingue un espejo redondo sobre el cual se refleja parcialmente la luz del flash y una pared cubierta por un tapiz de nubes sepias que en mi memoria levanto una y otra vez con la finalidad de averiguar el color anterior de las paredes. En la esquina inferior izquierda, como un pequeño fantasma, se asoma un dedo gordo que pertenece (sentada de frente con las piernas abiertas) al pie de la persona que activa la cámara.
Esa foto la tomé yo, dice Yolanda, determinante, cuando salta el asunto. Te equivocas, replica Yesenia, aquí todo el mundo sabe quién es la de las fotos. Eso fue en la cama grande, insiste Yolanda, yo le pedí a los niños que se rieran hasta que se les viera la última muela. Acto seguido, se saca las sandalias y alza el pie junto a la imagen reflejada en la pantalla de la computadora. En su defensa, Yesenia dice que aquel dedo es muy distinto. El de la foto es rosado, señala, el tuyo es marrón. Mi madre interviene en el debate para agregar que la uña puede llegar a ser la misma.
Cada vez que surge aquella polémica, la imagen termina por pasar a un segundo plano y la discusión parece comenzar a reproducir aquella que durante un tiempo circuló a través de redes sociales, en la que se intentaba poner en consenso el color de un vestido en el que se reconocía a un tiempo una tela blanca y dorada y una azul y negra.
¿Qué disputaban mis tías? ¿La autoría de la foto o el cariño de quienes aparecíamos en ella? Sus explicaciones y autoconvencimientos evidenciaban no sólo el tantas veces referido signo resbaladizo de la memoria, sino también la forma nada menor en que se jugaban los afectos cuando quedaban expuestos. Como observadoras, diría Benjamin, mis tías se veían forzadas a hallar en la foto su aquí y ahora, es decir, la esencia de aquel instante que intentaban redescubrir con mirada retrospectiva.
Dicen que la imagen habla dos veces: primero, como testigo; más tarde, como poseedora de un secreto. Benjamin lo llamó “inconsciente óptico”: de la foto no vemos sólo lo visible, sino también, como en un “sueño de ojos abiertos”, sus elementos ocultos.
Si ese es tu dedo, concluye mi tía Yesenia, tendrías que reconoces que no sólo te cambió de color, sino que además se te enderezó. ¡Han pasado más de treinta años!, grita mi tía Yolanda fuera de sí, ¡cómo no me van a haber cambiado los pies! Mi madre vuelve a intervenir para señalar que los tres niños estamos sobre la única cama matrimonial que hay en la casa por entonces, con lo cual, es perfectamente posible que aquel fuese el pie de mi abuela y, en consecuencia, ella quien captó la imagen.
Fiel a tu narrativa, haciendo de un acto normal un entramado estilo Agatha cristhi
Todo es relato
Jajaja….Yo conozco esas tías 1 y 2, comienzan por M (aunque todas son M) y conozco la diversidad de colores de la cadena del chupón…bonitos recuerdos
<3
Tan auténtico! Empiezo con esas líneas y no puedo evitar sentir que estoy escuchando las voces que lo protagonizan. Veo la foto y desborda la risa pura de esos niños que contagian alegría. Muy lindo relato.
<3
Henri Bergson: La durée como concepción intuitiva del tiempo.
Merci
Henri Bergson: La durée como concepción intuitiva del tiempo. Y el atemporal barniz de uñas metalizado, mi favorito!
Merci beaucoup