Ni gracias ni no

Ni más ni menos

Sigo dando clases en el mismo liceo del Conurbano. Este año comienzo a irme en tren: es más cómodo, más barato y aunque tardo lo mismo en llegar (dos horas y media) no voy peleando con nadie en el colectivo por unos centímetros de espacio.

En el tren abundan los vendedores ambulantes. Con el paso de los días, empiezo a diferenciarlos: ya no alzo la cabeza cuando se anuncian; sus voces me revelan sus rostros. Destaca uno muy joven −lentes oscuros, candado− que ofrece medialunas y pastafrolas en una cesta de mimbre. Se presenta diciendo que encarna los departamentos de producción, distribución y marketing de su propia empresa e inmediatamente pasa a saludar con sobrada familiaridad a quienes ocupamos el vagón. Lo he visto fiarle a más de uno. En ocasiones, desdeña de sus propios productos: abre un paquete, muerde una palmerita y asegura, haciendo muecas de asco, que son las peores que ha probado en su vida. Todos en el tren estallan de risa. Muchos alzan la mano para comprarle. Su performance es estereotipada, la completa con canciones que salen de un pequeño parlante que lleva colgado a la espalda: cuando suena una cumbia, se arruga la camisa y habla por la nariz; cuando suena una balada, engola y asume pose de estrella; cuando suena un rocanrol, se despeina y enronquece.

Al cabo de un par de semanas, el vendedor pasa a ser parte de la escenografía habitual, es decir, me deja de parecer gracioso. Debo reconocer que hay un gesto en su presentación que me incomoda: se empeña en señalar a los usuarios e incorporarlos al monólogo (nada me pone más tenso que la idea de que un buen día me apunte con el dedo). Acaso aquella sea la razón por la cual, desde hace un tiempo, cuando lo escucho venir, evito que nuestras miradas se crucen.

Una tarde, el anuncio de su llegada a lo lejos en otro vagón me hace apartar la vista del libro que estoy leyendo. Al principio, creo que lo que me llama la atención es el tono de su voz: va rapeando torpemente; no obstante, en un segundo me doy cuenta de que por el parlante suena una canción de Canserbero.

Veo a través de la ventana kilómetros y kilómetros de terrenos baldíos marcados por el crecimiento de un sistema salvaje. Las idas y vueltas sobre aquellos vagones me han llevado a desarrollar cierta predilección por aquel tipo de espacios colmados de maleza y artefactos inservibles: los encuentro extraterrestres, sin más intervención que el paso remoto de la especie humana; sus formas mutantes e irreales me sugieren algo roto para siempre. ¿Qué tiene que ver Canserbero con un terreno baldío? Acaso sus canciones no circulan a través de aquellos pasajes subterráneos que hemos dado en llamar under; muy por el contrario, recorren superficies y extensiones que refieren a aquel tipo de tierra inhabitada relativa a las afueras.

En 2018, la prestigiosa revista VICE, especializada en listas, ubicó a Canserbero entre los 13 mejores raperos de América Latina. La nota llevaba el no menos tentador subtítulo de “Un listado definitivo de artistas que han construido la identidad del rap en la región”. El lugar que le concedieron a Canserbero fue el segundo. ¿Por qué no ocupaba el primer puesto? La respuesta era obvia: su música no es estimada en el mainstream, como sí lo es, por ejemplo, la de Residente (el primero de la lista), cuyas canciones en este momento podrían estar sonando en los pasillos de un supermercado o en el cuarto de tu mamá.

Creo que fue Vila-Matas quien dijo que, en épocas de hiperexhibición como la nuestra, el mejor escritor del mundo debía ser también el más desconocido. Su reflexión siempre me ha hecho pensar en la figura del poeta, en cuyos contornos podríamos acomodar a Canserbero. El movimiento es doble y curioso: primero, en torno a los márgenes; luego, hacia las afueras. Como la poesía, la música de Canserbero repele el centro.

El siguiente es un poema que Benjamin escribió a los 18 años: “Mira el borde del pétreo camino / donde súbitas caen las rocas / y retruenan en la negra hondura. / Contempla el margen del feo abismo. / Verás a alguien despreocupado / entre la noche y la luz del día. / Se pasea con calma inmutable / lejos de la senda de la vida. / Su pluma redacta eternos trazos / conócelo, pues: es el poeta.

Canserbero es un artista en el sentido en el que lo concibe Freud en El creador literario y el fantaseo, para quien la labor poética es continuación y sustituto de los juegos en la infancia: “Todo niño que juega se comporta como un poeta, pues crea un mundo propio regulado por un nuevo orden que le agrada”.

¿Qué es un palíndromo sino un juego con palabras? Cito aquí uno de aquellos artefactos del lenguaje que, a la manera de los uroboros que ilustran las portadas de sus discos, Canserbero publicó en su cuenta de Instagram en julio del año 2013:

¿Arte? Lo di.

¿Odio? Yo honré.

¡Te odio, Rey Ares!

Ese yo soy:

Laico, social…

¡Yo soy ese ser!

¿Ayer? Oído eterno.

¿Hoy? Oído ido…

Letra.

A la altura de la estación Justo Villegas debo subir la ventana: desde las villas ubicadas a un costado de las vías, las piedras vuelan contra el tren. Escucho los impactos sobre el techo del vagón y pienso que aquella oposición es consonante a la de Canserbero ante una escena que se revela atada de manos cuando no puede ni ignorarlo ni darle el primer puesto en una lista necia.

No sé a quién se le habrá ocurrido estampar sobre su tumba la expresión “Ni más ni menos”. Aunque la primera vez que la leí, la frase no me dijo nada, con el paso del tiempo he comenzado a pensar que tal vez la exactitud a la que apunta el epitafio, tiene que ver justamente con una indefinición inherente a los bordes: ¿en qué otro punto se puede ubicar la música de Canserbero si no entre la vida y la muerte, el infierno y el cielo, la oscuridad y la luz, lo agresivo y lo tierno, lo popular y lo culto?

No es casual que el destino de Cerbero, aquel perro tricéfalo, sea el de guardar la entrada a los infiernos y asegurar que los muertos no salgan y los vivos no entren. La música de Canserbero invade hacia afuera: no se expande desde las políticas culturales, las estaciones de radio o los salones de clase, sino desde los límites que estrechan las grandes ciudades latinoamericanas.

El vendedor ambulante pasa una última vez entre los asientos. Se burla de sus propias rimas. Le compro una torta. Lo veo salir del vagón y caminar por el andén.

La música nos revela un pasado desconocido. Salvo el recuerdo de haber visto a La Corte en el anfiteatro de Caricuao o las rimas que en su momento aprendí de aquel famoso disco de Control Machete, no hay rap en mi pasado. Durante el resto del viaje, sin embargo, no hago más que mirar los baldíos y escuchar en mis auriculares las canciones de Canserbero como si recuperara una memoria perdida.

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