Ni gracias ni no

Soñadera

Soñé contigo. Nuestra conversación en WhatsApp estaba escrita en caracteres chinos. Trataba de descifrarlos, pero acababa angustiándome y salía a la calle. Avanzaba con la espalda pegada a las paredes, me detenía en las esquinas y asomaba un ojo. De pronto, dos policías me daban la voz de alto.

Una de las pocas reflexiones que Marlow hace acerca de la forma que tiene su propia narración en El corazón de las tinieblas es aquella en la que supone estar contando el relato de un sueño. Concentrado en narrar nada menos que su travesía hacia el abismo, se preocupa por “transmitir la noción de ser capturado por lo increíble”. Cuando me cuentan un sueño, dice Piglia en el texto de recepción del Premio José Donoso, trato de ver si estoy yo en él: eso haría al sueño un poco más interesante. La efectividad de una narración depende de la implicación de quien lo recibe. Al involucrarnos a todos, cabría preguntarse por los sellos del relato en común de la pandemia.

Más que la de una novela de ciencia ficción, la pandemia evoca la atmósfera de un sueño: la uniformidad de los días, las horas en silencio y la eliminación del espacio social constituyen fenómenos que nos distancian de la realidad al tiempo que la cargan de contenidos que componen el centro de la literatura fantástica. La impresión de estar dando vueltas en torno a un mismo día ha generado efectos nuevos: anoche llovió y por un momento sentí que estaba teniendo una conversación. Este tipo de expectativa nerviosa, envuelta por cierto halo melancólico, no remite en lo más mínimo a la paz: los días conservan un estado de ánimo intranquilo, propio de los paisajes oníricos. Nos ha capturado, a decir de Marlow, “la misma esencia de los sueños”.

Los policías querían saber si había salido de mi casa a escuchar una canción. La pregunta me tranquilizaba y por un segundo sentía que estaba en buenas manos. Les mostraba el teléfono y los agentes pegaban las cabezas ante una pantalla invadida por sinogramas y glitches. Uno de ellos retrocedía y decía que mi celular estaba lleno de virus. El anuncio hacía que me invadiera nuevamente una sensación de zozobra.

Nos hallamos en un punto intermedio entre el mundo tal y como lo conocemos y uno que está por venir del cual no sabemos nada en absoluto, una suerte de espacio indecible que separa y articula, muy parecido a aquel que habitamos cuando dormimos. A dicha vacilación responde nuestra ansiedad: aterra no saber a qué temerle. Acaso esta sea la razón por la cual hablamos de tiempo detenido, momento de suspensión o limbo: bajo un umbral, no podemos afirmar a qué lugar correspondemos. “No habrá nunca una puerta. Estás adentro.”, apunta Borges en el primer verso de un poema que lleva el insinuante título de “Laberinto”.

Resulta inútil pensar en la forma de un relato en medio de semejante descalabro. Optaré por imaginar que, en unos meses, cuando despertemos del todo y nos pongamos al día, nuestra puesta en común alcanzará la forma de un sueño, pero no uno individual, como los que tenemos mientras dormimos, sino más bien un sueño colectivo, a la manera en la que lo pensaba Jung, es decir, un sueño que haga parte, como un río interminable, de una gran red comunitaria.

Me desperté cuando los policías procedían a esposarme. Estaba despavorido. Me había traído de aquel lado una sensación angustiante que insistió durante un rato en la vigilia. Busqué el celular para contarte. Me habías escrito un mensaje: “Soñé que eras un hombre murciélago”.

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