Ni gracias ni no

El dominio de Nadie

Como las piezas de un mecanismo complejo que regula todas las operaciones mercantiles de la ciudad, permanece fija en mi memoria la imagen de las calles de CDMX atestadas de gente. ¿Adónde van? ¿De dónde vienen?

Con la vivacidad de aquel retrato visito Memorándum, la intervención de sitio de Héctor Zamora que está exhibida en el Museo Universitario del Chopo. Compuesta por tres grandes “oficinas” montadas sobre andamios de cinco pisos, la pieza es ocupada por medio centenar de mujeres uniformadas −camisa blanca, pantalón negro− que mecanografían sin parar sobre sendas máquinas de escribir.

¿Para quién trabajan? La respuesta contiene uno de los sellos más sombríos de la burocracia: su inmaterialidad. El burócrata de alto cargo es incorpóreo: en sus organizaciones no hallamos a quién presentar quejas; al interior de los Estados, resulta imposible responsabilizar a los hombres. Hannah Arendt definió adecuadamente estos procesos como “El dominio de Nadie”.

El Memorándum es un emblema del trámite. No importa que las máquinas de escribir hayan sido reemplazadas por las computadoras: el propósito para el cual se emplean sigue siendo el mismo. No afectan épocas ni ventajas ni desventajas, su resultado político (el filtrado de las auténticas fuentes de poder) permanece intacto. Acaso aquella sea la razón por la cual en la intervención resalten como un sonido de otro tiempo el traqueteo seco y continuo de las teclas.

Arendt halla en la burocracia no sólo la última forma de dominio, sino también una de las causas más poderosas de la actual intranquilidad difundida por el mundo: su naturaleza caótica y su peligrosa tendencia a escapar a todo control simbolizan una forma de la violencia política. Cuanto más grande es la burocratización de la vida pública, mayor es el riesgo de enloquecimiento. Nos frustramos, nos aburrimos, nos tornamos impotentes ante su martilleo repetido y obstinado. ¿Quién no ha apretado los dientes al escuchar la frase “El sistema no me lo permite”? La furia se agrava cuando advertimos que nuestra molestia es contra el vacío: de nada vale enojarnos si no tenemos con quién.

A través de maquilas, fábricas y talleres (espacios de notable presencia y carga simbólica en México), Zamora alude al costado misógino del trabajo en el capitalismo: la intervención muestra tanto el dedicado intento de la mujer por redimirse de la explotación laboral, como de la idea del hombre como representación de la autoridad.

Se trata de formas de poder que intervienen y regulan todas y cada una de las actividades que comprenden nuestras dinámicas de alimentación, trabajo, lenguaje, educación, sueño y vigilia. ¿Quién está completamente en posesión de sus facultades físicas y morales? La pregunta se reitera con fatal persistencia. Mientras tanto, las hojas caen desde las alturas como extrañas lenguas de papel, representando en el aire jerarquías verticales, competencias imprecisas, rigidez en los procesos.

No hay moraleja. El autor primario sigue siendo impalpable. La burocracia fluye inmune e implacable al tiempo que intentamos interpretar sus recorridos.

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