Ni gracias ni no

Toda luz es política

Artaud llegó a México y dijo que se encontraba en el camino del sol: “Persigo el viejo secreto antiguo de aquella fuerza de luz”. ¿A qué se refería? Nadie lo sabe. En lo que a mí respecta, el reflejo del sol en Tijuana, acaso aquella “fuerza de luz” señalada por Artaud, me produce un intenso dolor de cabeza. Salgo de la casa y se me tapan los oídos. Debo pasear entre sombras, con el ceño fruncido y la mano como visera.

Artaud fue a México a dictar unas conferencias sobre la relación entre el teatro y la llamada civilización. En tan sólo un par de días, se dio cuenta de que intentar representar aquel pueblo conducía de igual forma a la obsesión que al fracaso. Terminó incitando a la población nada menos que a una nueva revolución cultural. No miraba desde ninguna racionalidad intelectual, como bien señala Luis Mario Schneider en la “Introducción” a Los tarahumaras, sino desde una suerte de experiencia carnal. En 1935, dejó dicho en una carta a Jean Paulhan: “La cultura no está en los libros ni en las pinturas ni en las estatuas ni en la danza; está en los nervios y en la fluidez de los nervios, en la fluidez de los órganos sensibles”.

Camino por las largas calles de Tijuana. Me uno a la marcha que recorre la ciudad: hoy asume Donald Trump y los caminos han sido tomados por cientos de personas. Me duele la cabeza. Welcome to Tijuana, canto, ni tequila ni sexo ni marihuana. Me fijo en las innumerables farmacias que colman el lugar y recuerdo las palabras de un tipo que me habló en la calle el día que llegué: “Los pinches gringos vienen desde San Diego a sacarse una muela porque les sale más barato y de paso aprovechan y por veinte dólares se cogen a una vieja que está bien buena”. Lo de las farmacias se debe a que venden sin receta los medicamentos que del lado gringo son vigilados con severidad. Los bajos precios también aplican en consultorios de cirujanos plásticos, dentistas y dermatólogos.

Qué diría el viejo Artaud, quien a sus 40 años hizo un largo y agobiante viaje hacia la comunidad de los tarahumaras, donde se alojó con un indio practicante del rito del peyote. Una luminosa mañana de domingo, tomó la unción que le abrió la conciencia: “La punta de la espada me tocó la piel y brotó una gotita de sangre. No noté ningún dolor, pero sí tuve la impresión de despertar a algo con respecto a lo cual hasta entonces era yo un mal nacido y estaba mal orientado. De pronto me sentí colmado por una luz que nunca había poseído”. Aquella noche, tres hechiceros ejecutaron una danza. Artaud observó maravillado sus sombras enormes alrededor del fuego.

Probé con lentes oscuros, gorra, pastillas. No hay forma. A veces pienso que algún tipo de monstruosidad oculta está dedicada a rebotarme el reflejo del sol con un espejo en la cara. Por suerte, a las cinco de la tarde oscurece y un destello pálido tiñe todas las superficies de una uniforme pátina platinada. En la oscuridad todo parece estar envuelto en almidón o ceniza. El resultado es una realidad imprecisa, opaca, mortecina.

Entro en un bar y pido una cerveza. ¿El peyote tiene efectos secundarios? Me acuerdo de la luz en el Caribe, que es tibia y amarilla. Me acuerdo de la luz del Río de la Plata, que es débil y gris. Me acuerdo de Bolaño, quien en sus novelas llegó a marcar este “aire denso de pesadilla detenida” que tiene la luz en el norte de México y ansío moverme, al igual que sus personajes, hacia un lugar donde las cosas vuelvan a tener la consistencia de la realidad. Debo conformarme con las imágenes de la asunción de Trump proyectada en los televisores del bar. Doy un sorbo a mi cerveza y a partir de aquel momento “el cielo parece rajarse como una escenografía de papel que al caer revela lo que hay detrás: un paisaje humeante, como si alguien, tal vez un ángel, estuviera haciendo cientos de barbacoas para una multitud de seres invisibles”. ¿Cuánto duran los efectos del peyote?

Después de nueve meses en México, Artaud dijo que había vivido “los días más felices de su vida”. El testimonio de su visita evidenció la existencia de valores únicos y eternos que la civilización no reconoce: “El peyote conduce al yo hasta sus fuentes auténticas. Al salir de un estado de visión semejante, no se puede volver a confundir, como antes, la mentira con la verdad”.

Quizás su mayor falta, como bien apunta Schneider, haya sido olvidarse del terreno que pisaba, es decir, no considerar que la Revolución perseguía la fusión de México con la idea de contemporaneidad que tanto aborrecía. ¿Cómo se arreglaron aquellos manifestantes para apostarse en medio de la calle con sus pancartas sin que les afectara tal fosforescencia? ¿Qué pasaría si como el vidrio de una lupa esta brillantez encendiera a través de nuestros ojos un fuego sagrado?

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