Ni gracias ni no

Mulata, mi prieta

Yo tenía una novia cuyo sueño era ser negra. Se llamaba Lucía, Ludmila o Lucrecia. Tenía unos largos y profusos rulos rubios. Hacía breakdance. Una vez estábamos en un parque y me dijo que su sueño era ser negra. Yo me le quedé mirando circunspecto. Ella se puso seria. En estos días estaba viendo una historia de Nathy Peluso en Instagram en la que bailaba con un albedrío como el que profesaba aquel amor.

En términos musicales, es tan subjetivo como cierto que todo lo negro es bueno. Convengamos que el jazz, el blues, el rap, no son sino revelaciones de una necesidad expresiva. La comunidad negra se ha encargado de traducir en códigos musicales, modos profundos de sus sentimientos; la llamada Black Music es menos un signo musical que la manifestación de una actitud. Algo parecido dijo Amiri Baraka en el 63: la música negra está conformada por ritmos y acentos imposibles de transcribir, es decir, imposibles de entender y asimilar por quienes no heredan esta cultura.

¿Qué pasa con las pretensiones de cuño racista de Lucila? ¿Hasta qué punto aquella filosofía o forma de la sabiduría que es la Black Music es realmente imposible de digerir y aprovechar? ¿Cómo lo resuelve Nathy Peluso? ¿Encarna otra blanquita de las capas medias que quiere ser caribeña o realmente absorbe aquellos tintes musicales de manera efectiva?

Nathy Peluso es inquietante. Su performance es amplio: el maquillaje, el vestuario, la voz cultivada y aquella conducción realmente estimable que hace de su cuerpo integran una nueva especie de ideología musical. Sus movimientos son líricos y temperamentales: baila con todos los sentidos. El resultado no es perfecto porque los sentimientos que proyecta preceden formas básicas de la inteligencia o la razón. Buena parte de su propuesta se opone a la esterilidad y a las formas débiles comunes en el tejido cultural.

La expansión de cualquier música responde a una base anterior: de lo viejo proviene lo nuevo. La sobreinformación es el zeitgeist de estos tiempos: el presente está acomodado sobre una multiplicidad de dimensiones que rebosan en representaciones, reproducciones e informaciones. Ambas ideas son visibles en el video de “Sandía”, una pieza construida a partir de un sinnúmero de capas que registran, a modo de collage o gran Aleph, una memoria traducida en la renovación de softwares obsoletos, esculturas griegas, celulares inútiles, capturas de videojuegos, publicidades, flamencos, delfines y crepúsculos. El efecto es la evidencia en tiempo presente sobre cómo arrastrar imágenes del pasado y transformarlas ante nuestros propios ojos.

Que su propuesta contenga o no asimilaciones feministas es una reflexión redundante, puesto que su discurso es objetivamente explícito. Hay una disolución de jerarquías relativas al género y en consecuencia una demanda a la equidad a partir de saturaciones o repeticiones de elementos que aluden al llamado mundo femenino (uñas largas, dormilonas, ruleros). En función de su estatus, eficacia, poder individual y conciencia, la promovida por Nathy Peluso es una feminidad que emplaza estereotipos establecidos y evidentes por demás.

Aunque hay comedia en su risa torcida y su acento inaudito, divierte su vivacidad general. ¿Qué es la imaginación sino una forma de la razón en libertad? Tal es el significado de sus convulsiones al bailar: Nathy Peluso luce en paz porque la paz no es ni la quietud ni el silencio. Acaso aquella es la razón por la cual algunos de mis amigos pasan a “modo reaccionario” cuando la nombro.

El otro día vi a Luchi, Luciana o Lucinda. Iba cruzando una calle. El viento le alborotaba los ricitos de oro. Caminaba con un tumbao aprendido. Franqueaba el camino inverso al anhelado por Michael Jackson. Pensé en Nathy Peluso: su fulgor incontestable se debe a su comprensión de la música y a cómo asimila las emociones contenidas en ella. Dicen que la función del arte es revelar belleza y acaso de eso se trate.

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