Ni gracias ni no

Su jardín primitivo

Una mujer lucha contra el vuelco que sus sentidos han dado hacia el llamado primario a través de una voz urgentísima que no para de cuestionar convenciones y que concibe al bosque como un espacio para liquidar lo impuesto por las figuras de su hijo, suegros y marido.

La novela está compuesta por capítulos breves sin numerar y organizados en un sólo párrafo. No hay epígrafes ni dedicatorias. La historia es contada por su propia protagonista, excepto un par de entradas referidas por un hombre en cuya voz reconocemos a su amante y vecino. El tiempo en la novela va y viene, como el terco y alterado estado emocional de la narradora. La prosa da cuenta de descripciones justas: se lee “globo” y “pastel” y se asiste a un cumpleaños; se lee “pastillas” y “sábanas blancas” y se entra a un hospital psiquiátrico. A cada enunciado lo cruzan onomatopeyas, referencias a la llamada alta cultura y numerosos aciertos coloquiales. Se hallan breves aunque luminosos destellos de lirismo.

El lapso durante el cual transcurre la historia es la del embarazo y los meses inmediatos al alumbramiento. Durante este período se agudizan determinados reflejos en el cuerpo y los sentidos de la protagonista. Lo animal ―llamemos así a aquello que con el tiempo aprendemos a contener― se manifiesta con fuerza e inminencia brutal.

Suele decirse que esta pura e intensa fortaleza se descubre no sólo durante la maternidad, ante una situación de peligro o frente algún monstruo sublime, sino también durante la niñez. Por lo tanto, cabría traer a cuento un relato de César Vallejo titulado “El niño carrizo” en el que se describe la correspondencia que un pequeño joven mantiene con su entorno. El relato cuenta la historia de un niño que dispone alegremente de su vínculo con el paisaje. Se trata de una criatura poderosa y en comunión con lo natural que va de un lado a otro, bebiendo agua del río y comiendo ávidamente los frutos de los árboles ante los ojos asombrados del hermano.

¿Qué sucede con aquel lazo fundamental? A esta hora seguimos sin saber dónde está el nervio que maneja las construcciones de la razón cuando los sentidos demandan hacer otra cosa. Es de considerar que todavía no hayamos conseguido interpretar nuestra unidad con la naturaleza y que sigamos creyendo concebible separar al ser humano del resto de las cosas. ¿Seguimos lejos de recuperar aquella potencia o se trata de un arrojo que no nos abandona y que estamos infatigablemente reprimiendo? ¿Cómo lo maneja la narradora de la novela? ¿Esta es la razón por la cual se aburre y jadea y gruñe y lamenta con agresión las demandas de su hijo?

El personaje sabe lo que le pasa, acaso tal es la razón por la cual se interna en el bosque cuando no alcanza aplacar una embestida. La novela se levanta sobre alegorías y símbolos que aluden a lo salvaje y lo “bucólico campestre”. Es incuestionable el trabajo sobre el lenguaje y su efecto de irracionalidad. Las alusiones figuran la guerra que la protagonista libra entre la obligación social y sus instintos. La hija del motorizado no es una niña sino “una lobita enjaulada y malcriada”. El motorizado no es un hombre sino “un cavernícola con el pelo suelto”. El hijo de la protagonista es un “vástago vampiro, un lobito con el hocico frío”. Cuando se enfurece, el personaje siente “ganas de patear el piso como una yegua con colmillos”. Si discute con el marido “le salen pezuñas” y si no la satisface “es una víbora en celo enroscada entre el bidé y el inodoro”. Si se detiene en medio de una discusión lo hace “como si fuera un bicho con las antenas paradas” y si se impresiona “se vuelve un venado asustado, tiernito, infeliz”.

Mención aparte merece la curiosa relación que la mujer mantiene con su pareja. Se trata de una insatisfacción crónica, sin amparo en el amor de su marido ni en el arrebato del amante ni en el afecto de su hijo. Los diálogos están cargados de hastío y el sexo se negocia como una transacción (toda la comunicación está atravesada por una marcada demanda sexual de un lado y una reveladora desidia del otro). Es clave la escena del paseo dominical en el que la monotonía se ve salvada por el suicidio de un adolescente en la playa. Visitar la ciudad, subir a un campanario, hacerle fotos al bebé, comprarle globos y mirar con obligada fascinación una inmensa piedra sin importancia, son actividades que al personaje le causan un profundo malestar. La faena de la narradora es aplastante, no sólo porque la obliga a formar parte de una cotidianidad vacía e insulsa, sino también porque está forzada a responder con entusiasmo a la misma.

La protagonista no encaja en ninguno de los paradigmas a los que se ajustaría la “mujer actual”. Aunque cuestiona la posición estructural del género en la modernidad, que se sostiene y reconstruye hoy con otras formas ―las posmodernas―, se aleja de los sellos que finalmente definen estas categorías, puesto que pareciera menos cuestionar su lugar que reforzarlo. ¿Cómo? Siendo buena madre y esposa, convirtiéndose en una excelente profesional, yendo a yoga y comiendo sanamente. El resultado es la lucha de una mujer por no alienarse y las consecuencias son visibles: distancia con la lectura, insultos, golpes al pecho del marido, encierros en el baño y cuerpos magullados.

La autora ha llegado a decir varias veces que la historia surgió a partir de la figuración de la imagen de una mujer en el bosque con un cuchillo entre las manos. Harwicz corresponde a dicho retrato y recoge efectivamente el padecimiento del personaje. Para precisar la novela, no obstante, bastan las palabras con las que acaba: tristeza, excitante y salvaje.

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