Ni gracias ni no

Un fantasma recorre Europa

Como sucede con Vytas Brenner o con los materiales de la llamada Onda Nueva, la legibilidad de Insólito Universo no es evidente: al intentar describir o definir sus canciones, surge un tipo de incapacidad, suspenso o mudez que obliga a renovar el lenguaje, es decir, renovar el pensamiento. Cuando aparecen en reseñas o entrevistas, suele vinculárseles a términos como folklore y psicodelia; sin embargo, uno y otro, aun juntos, no alcanzan a identificar su propuesta.

Las representaciones políticas del folklore están ligadas a la construcción de patrimonio. Aunque su significado difiere según quién, cuándo y desde dónde se emita, dicha noción la mayoría de las veces evoca materiales recogidos y almacenados por instituciones del Estado: al imaginar proyectos de nación, universidades, archivos y medios atienden a ciertas expresiones con la intención de volverlas emblemáticas (no importa si en los discursos de amor a la patria afloran adjetivos como indómita o rebelde: al Estado le interesa menos la manifestación en sí que cuánto corresponde esta a sus fines políticos). El folklore es un fenómeno híbrido en el que confluyen productos y saberes tan remotos y populares como mediáticos, colectivos y tecnológicos; sin embargo, al decir folklore ─aun cuando sus formas de producción, distribución y consumo son las mismas─, pensamos menos en innovaciones del mercado discográfico que en manifestaciones promovidas por el Estado. En cualquier caso, en la idea sonora de nación del chavismo no hay lugar para sonidos de sintetizadores: a fin de que su autoalabanza vaya en desmedro del otro, los nacionalismos requieren de amenazas foráneas.

En cuanto a la psicodelia, esta suele aparecer asociada a la juventud y la libertad. En tal sentido, puede llegar a resultar irresistible: es muy fácil confundir la felicidad con los efectos del LSD. También es cierto que no hay que esforzarse mucho para hallar delays y reverberaciones en las canciones de Insólito Universo. No obstante, al margen de su decadencia anticipada ─Meredith Hunter fue asesinado a metros de Mick Jagger; el rancho de la Familia Manson se llamaba Yellow Submarine─, la psicodelia es una tendencia inherente al rock, es decir, una tendencia que toca al acaso hoy en día más ¿conservador?, ¿reaccionario?, ¿nostálgico? de los géneros musicales.

Ni folklore ni psicodelia. La cuestión aquí tiene que ver menos con las limitaciones de géneros en concreto que con los efectos que esta música produce a distintos niveles.

Uno de los factores por los cuales está dada la efectividad de Insólito Universo tiene que ver con la comodidad con que en sus piezas conviven ecos y resonancias envolventes con pulsaciones de cuatro y maracas. A partir de tal acoplamiento, surge una suerte de reflejo colmado de restos, anacronismos, encuentros y contradicciones de tiempos históricos diversos. El que producen es un sonido espectral, en el sentido en que lo pensó Derrida, es decir, que evoca y arrastra imágenes (tan perturbadoras como sobrecogedoras) desde lugares perdidos en el pasado para reconfigurar presente y futuro.

¿Qué es aquí lo inverificable u oculto? Acaso una imagen dolorosa: si el duelo es la lenta y penosa retirada o alejamiento del objeto perdido, la música de Insólito Universo testimonia el después de esta aflicción. No podemos romper con lo que llevamos dentro: como una especie de retorno de lo irreprimible, los eventos brotan o reaparecen (en este caso, reverberan o resuenan) a modo de fantasmas. He aquí la persistencia de una experiencia que, librada de lo físico, es decir, de una red humana, de un paisaje, aparenta haber dejado de existir; sin embargo, el fantasma no es un muerto, por lo tanto, su vuelta siempre es inminente.

Un segundo factor tiene que ver con el contexto en que esta música es producida. En este punto, vale acudir a la mirada acaso ventajosa que brinda la perspectiva hacia el lugar de origen respecto de quien está tan cerca que no alcanza a advertir los fenómenos de los que forma parte: no es menor que pajarillos, gaitas, parrandas y joropos sean compuestos e interpretados (con las pizcas justas de ironía o acaso sin ellas) en y desde París. El efecto toca la nostalgia, pero no es inútil: la escucha deriva en un tipo de introspección o insurgencia transformadora que genera nuevas formas de reflexión e involucramiento a nivel político. Incluso colmado de deseos y urgencias, el pasado aquí emerge a la vez vivo y archivado (importa menos su añoranza, no obstante, que la incapacidad de soltarlo).

Atmósferas siniestras como las de “Jota”, “Tonada del guante” o “Machurucuto” pueden escucharse como nanas a través de las cuales la voz de María Fernanda Ruette enlaza con vínculos primarios que proveen tranquilidad. Destaca, por su parte, la participación de Laetitia Sadier en “El chivo”: su timbre, doblemente afantasmado por la ausencia de lírica, articulado a aquel merengue estruendoso, genera un desbordamiento de apariciones (es público su reconocimiento del marxismo como doctrina pertinente en contextos específicos, además de la fascinación de Stereolab, visible en cualquiera de sus canciones, por movimientos políticos como el situacionismo). La mera colaboración parece contener una premisa: echar mano de lo anclado en la memoria para asomar algo nuevo (convengamos en qué pocas veces un emblema de los 90 ha sido tan eficazmente remolcado). No hay vuelta en U posible: el pasado se construye; acaso tal sea la razón por la cual el chivo “nunca, nunca se devuelve”.

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